Primavera de 2.012
Como una casualidad estaba allí hablando con ella. Sin
que lo tuviese previsto, al entrar a la habitación, vacilando con una botella de Oporto en la mano, coincidimos de
momento.
Tenía un porte atractivo y gestos sugestivos, un tono de
voz algo meloso. Claramente su actitud expresaba paz y fortaleza. Su habla, en lo breve… En lo breve me intrigaba con
refinada delicadeza. Era rubia y voluptuosa, sus labios carnosos.
Así supe de su plan de asistir a un seminario. Antes de llegar al quinto día se proponía partir. Lo considero: Tal
vez a ambos nos envolvió de súbito una agradable frescura,
producto del diálogo que entablamos. Fue sorpresivo, no podría haber concebido la posterior conexión ni la atracción en que
me sumió. La alineación de nuestros intereses nos atrajo mutuamente.
Y hablamos sin parar, hablamos de banalidades y de
cuestiones trascendentales, hablamos de su curso de psicología transpersonal y
de todo lo que tuviese que ver con el hombre y su causa, con su paz y su
conciencia. Hasta llegué a mencionar a Aristóteles.
Era bien inteligente. La cortó en seco a Cecilia
cuando quiso interrumpirme.
Ese fue un momento memorable, detrás de la ventana de la
habitación diez, en el pasillito del primer piso que daba al techo de la cinco
y la cocina. Cecilia se acercó a discutir conmigo, intentando desautorizarme
con bajos argumentos. Cuando la cara de ella expresó desconcierto, Cecilia
argumentó que ella y yo teníamos una relación un poco extraña. Entonces hizo un gesto inquisitivo y me apuré a aclararle que con Cecilia no
teníamos nada y que jamás la había tocado. La voz de Cecilia se apagó y se
ahogó con sus palabras; Lorena le asestó algunas palabras
humillantes. Cecilia bajó la mirada y se alejó sin chistar, avergonzada.
Y claro que Fiorela y Jesús colaboraron. Los dos hacían
una pareja muy cosmopolita y bien integrada. Me habían indicado que había llegado una chica nueva y que era de
mi ciudad.
Y acompañados de buen vino, preparé unos
tagliatele con una salsa elaborada; a ella le encantó la idea de que la
invitase a comer desde el primer momento. Tal vez estaba completamente
predispuesta a que sucediese, conmigo o con cualquiera; seguramente estaba
buscando una aventura. Quería alejarse de sus afectos rutinarios.
Así, la primer noche sentí un fuerte desapego cuando nos llego la hora de irnos a dormir y separarnos. Me recosté en
la cama y no pude dormir durante gran parte de la noche, pensando en ella.
La segunda tarde compartimos alguna charla agradable y se despidió temprano. Eso me hizo sentir tan acabado que creí que nada más iba
a suceder.
Al día siguiente lo visité al Memo y conseguí uno de
flores que guardé para que fumásemos juntos.
Cuando llegó y tuvimos tiempo de sentarnos a charlar
un rato, fuimos a la terraza. Le ofrecí que fumásemos, pero se rehusó y
entonces fumé yo solo. Seguidamente se presentó una escena muy cómica.
Ambos sabíamos por qué estábamos allí y lo que queríamos,
pero sin embargo nos podía aún un poco el resquemor de entregarnos a un
desconocido. Era un desconocido muy cercano y agradable; para mí, era una aventura al alcance de mi mano, dulce y bella.
Entre los temas de conversación empezamos a
tener algunos momentos de silencio algo incómodos, llenos de deseo,
insatisfacción y ansiedad. Estaba sentada en una hamaca paraguaya, yo estaba sentado frente a ella, en una silla. Me levanté de la silla
en uno de esos momentos y, mientras me acercaba a sentarme en la hamaca, se levantó y se sentó en la silla. Seguimos hablando. Entonces la escena se
repitió de manera inversa. Retomamos el diálogo
Después de repetir la escena unas dos veces más, le
propuse que se quedase en la hamaca y esperase a que me sentase a su lado,
que nos permitiésemos ese momento para ver qué sucedía.
Me senté a su lado en la hamaca. Y a pesar
de que en principio me expresó su temor de que la hamaca se viniese abajo, al
cabo de unos instantes olvidó sus preocupaciones. Seguimos hablando y le
propuse que iba a acercarme un poco e iba a abrazarla. Al cabo, continuamos
nuestro acercamiento besándonos.
Luego nos levantamos y nos besamos algunas veces de pie.
Ella me propuso que saliésemos a comer, que pagásemos a medias. Yo accedí. De
algún modo, ella quería que continuásemos besándonos y fuimos avanzando hasta
el borde de la baranda junto a la escalera, besándonos y abrazándonos de a
momentos y caminando pocos y lentos pasos. Entonces la apreté contra mí con
fuerza y le dije que mejor saliésemos a comer sin más dilaciones, porque yo ya
estaba muy excitado con todo ese jaleo.
Salimos caminando juntos, tomados de la mano, de a
momentos entrelazados los brazos; en alguna esquina frenamos y nos apretamos
fuertemente el uno contra el otro mientras nos besábamos con pasión. Fuimos
hasta la Plaza del Desierto y bajamos por Malabia hasta Honduras. Nos sentamos
a comer en la esquina de la Plaza Serrano, en un local que vendían vino en
pingüino en ese entonces. Comimos una pizza con morrones y nos tomamos un Uxmal
Malbec. Ella me dio poco más de la mitad de la plata en efectivo y yo pagué el
total de la cuenta con la tarjeta de crédito. Tenía American Express e intentaba
ser bastante medido. La cuenta no pasaba de los doscientos pesos.
Antes de terminar el vino yo ya quería irme, pero ella
insistió en que vaciásemos las copas antes de volver. Dejamos alguna porción de
pizza que a ella le sentó un poco mal, pero yo la convencí de que los bacheros
también debían comer algo. Dejé el diez
por ciento de propina y nos retiramos. Vale la pena que aclare aquí, que muchas
veces en que no he tenido efectivo he pedido que se cargue el diez por ciento
de propina en la tarjeta y se le dé a los empleados.
Volvimos caminando hasta el hostel. Ella subió a la
habitación diez y yo me detuve un momento a pedirle a Jaime y a Silvio que no
fuesen a molestarnos mientras nos quedábamos en la intimidad de esa habitación
tan pública. Nos encerramos en la habitación y, entre besos, ella me dijo que
tirásemos un colchón al piso, porque la cama iba a hacer mucho ruido. Y no es
para menos; el vaivén de las cuchetas de arriba es importante cuando uno las
usa entre dos.
Yo ya tenía experiencia en esa habitación, incluso con
ajenos al acto dentro; aunque tal vez el alemán ocupante de la cama de abajo
había hecho a cierta manera de ancla, por lo menos hasta que se fuese ofendido
pegando un portazo. Le dije que no importaba, que no había de que avergonzarse.
De hecho yo no entiendo casi en nada la aversión y el pudor que le ocasiona a
muchas personas que otras satisfagan sus necesidades naturales; de hecho, si me
preocupase por esos enemigos de la libertad natural, dejaría de disfrutar el
más delicioso de los placeres que nos ofrece nuestra absurda existencia. Sin
embargo, ella, preocupada insistió en que tirase un colchón al suelo.
Con el colchón en el suelo, ella me abrazó y luego tomó
mi mano y me la apoyó sobre mi pecho.
-¿Sentís? ¿Lo sentís cómo late? –me preguntó. Y me dijo
que debía conectarme más con mi lado femenino y que debía sentirme, sentir mi
cuerpo. Y también me halagó en varios sentidos.
Nos desnudamos atolondradamente y, luego de algún calentamiento
previo, tuvimos que diferir en las cuestiones profilácticas del asunto; no es
que nos faltasen implementos, sino que yo me negué obstinadamente a renunciar a
ciertos privilegios del tacto (que evidentemente muchos ignoran). De modo que
ella resolvió con una naturalidad que me sorprendió grandemente que
recurriésemos al método más natural de anticoncepción.
Sólo que se nos pasó un detalle: La ventana que daba al
pasillo donde habíamos discutido con Cecilia, estaba abierta. Y repentinamente
comenzamos a distinguir la voz de Cecilia, acompañada de Jaime, Silvio y quién
sabe cuántos más, que se elevaban cada vez más alto en habladurías y carcajadas
sobre nuestro “deporte”. Fue una indiscreción bastante fuerte como para
ignorarla; lo suficiente como para interrumpir nuestra conexión. Así que esa
noche dormí solo y lamentándome; supongo que igual que ella.
La tarde siguiente también compartimos algunos momentos
de charla agradables; luego le ofrecí hacerle un masaje y repetimos en cierta
manera nuestro ritual de tirar el colchón en el suelo. Sin embargo, luego de
algunos masajes, ella me preguntó si yo estaba encubriendo alguna intención
detrás de mi repentina servilidad y me negó que hubiese ninguna posibilidad de
que intentásemos reparar nuestro fallido intento. Yo me sentí bastante
disminuido en mi hombría y avergonzado, así que nos fuimos a charlar a la
terraza. Y me recordó que al día siguiente debía volverse.
El último día, ella llegó pasado el mediodía, en las
primeras horas de la tarde. Yo ya me estaba preparando para asistir a las
clases de Sommellerie, cuando ella vino a buscarme. Y siendo que me había
cautivado de verdad y yo tenía alguna esperanza a pesar del aplomo que sentía
por esta realidad tan enemiga de mi felicidad que estaba condenado a vivir, le
concedí todo mi tiempo sin reparos de mis obligaciones. Eran los primeros días
de primavera y le ofrecí que fuésemos hasta el supermercado a comprar una
ensalada y saliésemos a comer al Jardín Botánico.
Así hicimos. La comida fue muy agradable y nos sentimos
verdaderamente satisfechos. No escatimamos en sonrisas ni en muestras de
cariño. Nos tratamos de la manera más cordial y nos sentimos muy cercanos. Al
final, nos sentamos muy cerca de la reja que da a Avenida Las Heras, sobre el
pasto. Ella comenzó a hablarme y yo la escuchaba, hasta que le dije que no
faltaba mucho para que tuviésemos que volver a buscar su bolso para que ella
fuese a tomar el tren. Entonces comenzó a hablar muy rápido. Me dijo que ella
dependía de su padre y que hacía algún tiempo se había mudado a vivir con su
primer novio; que lo había engañado muchas veces antes de volver a juntarse
esta última vez, algunas veces con su vecino. Y me dijo que se había mudado con
él porque así podían pagar el alquiler. Me dijo que su padre le controlaba la
vida, que ella se sentía cautiva de alguna manera, por su condición o por su
estilo de vida. Dijo que no estaba feliz con el sitio donde debía volver. Y
rompió en llanto.
Era un llanto digno de un niño. De un niño herido y
rechazado por sus padres. Era un llanto digno de un niño abandonado en la
calle. Y lloraba y se ahogaba en sus lágrimas. Gritaba, gritaba muy alto; en un
grito dolido y lleno de lamento. Y yo la abrazaba.
Mientras la abrazaba, ella me decía que quería quedarse
conmigo. Tenía que haber alguna manera. Algo podía hacerse. Y yo la tomaba
entre mis brazos, impasible, mientras sentía dentro de mí cómo se fracturaba
algo en mi pecho; pero ya no sabía de qué se trataba. Sabía que iba a vivir, a
la vez que aborrecía esta vida tan degradante y lastimosa; comprendía que me
había hecho fuerte y maldecía mi fortaleza. Era una mujer preciosa y la quería,
pero se me estaba escurriendo como agua entre las manos. ¿Qué podía hacer yo?
Era la hora de ir al instituto, o había sido hacía una
hora. ¿Qué me importaba? Estaba viviendo la vida; una vida llena de dolor y
sufrimiento, pero sin duda cien veces más real que una ilusión de mejoría que me
ofertase el estudio y mil esperanzas infundadas de felicidad y un millón de
promesas de futuro, de dinero y libertad que me venderían al módico precio de
una vida de miserias.
Cuando su llanto menguó volvimos a buscar sus bolsos.
Salimos y nos subimos al colectivo doce. Era día de embotellamientos y el
colectivo avanzaba lento. Yo le decía alguna estupidez sobre los reyes y las
reinas para entretenerla; alguna estupidez realista sobre cómo tenían tan pocos
hijos sin métodos anticonceptivos en épocas antiguas o sobre los arreglos de
pareja entre esos personajes llenos de riqueza. Hasta que ella calculó que no
íbamos a llegar a la partida del tren.
Nos bajamos en Avenida Córdoba, a la altura de la
Facultad de Medicina, y nos metimos en el subte línea D. Bajamos y yo me di
cuenta que estábamos en el andén que iba para Belgrano. Subimos nuevamente.
Cuando yo fui a apoyar la Sube, ella me detuvo.
-Saltemos –(el molinete).
-¿Estás segura? No se puede.
-Dale, saltemos –y saltó el molinete.
Yo salté detrás de ella y nos llamó la atención un
guarda.
-¿Qué están haciendo? ¿Por qué saltan?
-Es que entramos primero del otro lado, nos equivocamos
–dije yo apurado.
-Bueno, tienen que decirme. Me comprometen. Hay cámaras
–dijo el guardia con severidad.
-Disculpe –dije bajando la escalera detrás de ella.
Cuando terminamos de bajar la escalera, el subte estaba
llegando lleno de gente. Entramos como pudimos con las valijas y nos acomodamos
en medio del pasillo. Durante ese trayecto fuimos abrazándonos y besándonos
entre el tumulto de gente que acumula el subte, como sintiéndonos en otro
planeta; alejados de todas las preocupaciones y los gestos de desesperanza y
melancolía que pululan en los medios públicos de transporte. Cuando nos bajamos
en la estación Nueve de Julio para combinar con la línea C, ella tomó la
escalera que baja a Retiro.
Yo la tomé del hombro.
-Estás yendo a Retiro, ¿Estás segura?
-Sí, ¿Por qué me decís?
-Porque yo pensé que el tren salía de Constitución –Yo
sabía bien que el tren salía de Constitución, porque hacía mucho tiempo que
viajaba en él. Y ella sabía, así que volvió sobre sus pasos.
-Entonces no querías tanto que me quede –dijo, como
probando mis sentimientos, mientras tomaba el pasillo al andén que va a
Constitución.
Yo continuaba besándola y acariciando su rostro a cada
instante. Estaba mudo. Estaba asistiendo a una nueva decepción amorosa sin
poder hacer nada por cambiar su desenlace. Estaba sufriendo y a la vez
consolándome. No podía quitarme esa estupefacción que me abrumaba.
Entonces sucedió algo que no hubiese imaginado.
Repentinamente, rompiendo con todos mis temores, dije:
-Entonces, ¿Querés que te diga todo lo que siento? Bueno,
yo te voy a contar: Yo no quiero que te vayas. Quiero quedarme con vos. No me
importa cómo, quiero que te quedes conmigo. Yo me la quiero jugar, quiero hacer
todo lo que haga falta para que estemos juntos; tiene que haber alguna manera
de que consiga trabajo para los dos. Y puedo buscar algún lugar para vivir…
-Fue como si mi mente le abriera sus puertas a mi boca y comenzaran a
expresarse todos mis pensamientos a través de la palabra, sin restricciones,
sin ninguna clase de obstrucción al sentimiento.
Y continué hablando sin pausa hasta que llegamos a la
estación. Bajamos y seguí hablando. Sus ojos brillaban con alguna clase de
sentimiento profundo. Era como si estuviese vivamente conmovida. Tal vez ella
no estaba segura de lo que yo sentía y ahora que podía comprobarlo, se sentía
correspondida. No lo sé. Sólo sé que fue un momento hermoso. Para mí, porque de
ella ya no he vuelto a saber nada.
Seguí hablando sin parar hasta que cruzamos la reja del
Ferrocarril y me callé. Ella le mostró el boleto al boletero; yo le pedí
permiso para acompañarla hasta su coche.
Cuando llegamos junto a la puerta del coche, nos
detuvimos, en silencio. Ella me miró llena de ilusión.
-¿Sabés qué? ¿Por qué mejor no me das tu número, así te
llamo cuando vengas a la ciudad? –me dijo con la mayor dulzura que yo pudiese
soportar, como embobada.
-¿Sabés qué? No. Mejor no. Vos sabés dónde estoy. Sabés
dónde vivo y podés venir a buscarme cuando quieras. Yo voy a seguir ahí, sólo
tenés que ir a buscarme.
Y ella se arrimó para besarme. Yo giré mi cara y dejé que
me bese en la mejilla.
-Chau –dije, embargado de desazón.
Entonces di media vuelta y me fui sin mirar atrás. Caminé
derecho, mirando al frente.
Y mientras llegaba a la reja, una lágrima se deslizo rápidamente
por mi mejilla izquierda. Y cuando terminé de cruzar la reja, sentí mi alma
enrudecida, recordé cómo ella me había dicho que aprendiese a sentirme a mí
mismo… y dejé rodar una segunda lágrima por mi mejilla derecha que sequé con mi
mano antes de que llegue a tocar mi labio.